LA RESISTENCIA DE LOS BUBIS DEL REY MOKA

ESPAÑA: LA POMADA COLONIAL

La historia de los bubis del rey Moka no es simplemente un capítulo más en el álbum borroso del colonialismo europeo en África; es un caso preciso —casi quirúrgico— de cómo una sociedad pequeña, montañosa y terca decide reorganizarse para no ser devorada por un imperio que, para colmo, ni siquiera tenía muy claro dónde estaba exactamente lo que decía gobernar.
Los españoles llegaron a la isla de Bioko más perdidos que un virrey borracho interpretando un mapa diseñado por un poeta, pero con la seguridad suficiente para soltar un “pues aquí mismo” y clavar la bandera.

Durante buena parte del siglo XIX, la isla se conocía como Fernando Poo, y en ella habitaban los bubis: un pueblo segmentario, móvil y ritualizado, cuyas jefaturas se distribuían por el territorio como una red viva, adaptada a la montaña, al bosque y a las lógicas antiguas del parentesco. En este mundo no hacían falta ministerios ni observatorios institucionales para justificar su existencia: la autoridad se tejía entre linajes, rituales y acuerdos locales, con un equilibrio que Europa no comprendía, pero que funcionaba.
La llegada española, entre proyectos civilizadores, mapas cartografiados a ojímetro y la costumbre de confundir presencia en la costa con control del interior, alteró esa arquitectura social en formas tan profundas como inesperadas.

Fig. IZQUIERDA: — “The Islands of the Gulf of Guinea”. Mapa europeo de finales del siglo XIX que muestra Fernando Poo, Príncipe, São Thomé y Annobón. Procedente de la colección digital de British Library (dominio público). Fig. CENTRAL: — “Territorios Españoles en el Golfo de Guinea” (c. 1890–1900). Mapa colonial español que representa Fernando Poo, Elobey, Corisco, Annobón y la costa del Río Muni. Fuente: Archivo cartográfico del dominio público (edic. Lit. de J. Palacios, Arenal 27, Madrid). Autor: F. Noriége (autograbado). Fig. DERECHA: Mapa contemporáneo del Golfo de Guinea, esa versión Google-Earthizada del territorio donde España creyó ver un “pues aquí mismo”. Fuente: iStock / Getty Images.

Aquí empieza lo interesante: observar qué modificaciones produjeron los bubis en su propia estructura social para hacer frente al avance colonial. Un estudio de caso para la antropología política, esa subdisciplina que pretende estudiar el poder, entendido como la capacidad de tomar decisiones que repercuten a conjuntos de personas.

Desde el punto de vista imperialista, España suele representarse como el culmen de la exploración global. A veces, contemplando a los chavales del parque de debajo de mi casa —compitiendo por ver quién golpea más fuerte una valla con la cabeza, midiendo los decibelios con una app del móvil para coronar al campeón—, me cuesta creer que nuestros ancestros fueran capaces de circunnavegar un planeta.
Y, sin embargo, ahí está: en la saga de videojuegos “Civilization”, España aparece como la élite étnica de la exploración, dotada de una habilidad “racial” que le despierta un ansia descontrolada por el descubrimiento, la aventura científica y la testiculitis geográfica² del desembarco.

Entonces, llega la pregunta inevitable: ¿En qué momento se torció este ADN simbólico para que la épica de un galeón se transformara en la diversión de esperar al primero que caiga K.O. fumando maruja y bebiendo para golpearle el resto con el pene en la frente?

¿O tal vez estas aficiones posadolescentes ya tenían sus precedentes en las cubiertas de los navíos, entre tormentas, raciones de ron y la absoluta ausencia de entretenimiento?
A veces me pregunto cuál sería la mejor anécdota de un joven marinero del siglo XVIII sobre su fin de semana: ¿que perdió el sextante? ¿Que la envestida del oleaje le hizo caerse encima de lo que había defecado segundos antes? ¿O las anécdotas tendrían una epicidad insuperable que dejarían con la boca abierta a todos los colegas de los que pudieran regresar con vida? ¿Qué nos podría contar un contemporáneo en edad de embarque de aquella época?, ¿que se le ha caido el riguroso kebab de las 5:00 al suelo?

Sea como fuere, esta mezcla de exploración naval que en ocasiones combina colonialismo torrentiano con épica cósmica y humor involuntario nos coloca en el punto de partida: una isla montañosa, un pueblo segmentario perfectamente adaptado a su territorio, y una potencia imperial, la que al parecer es la más grande de todos los tiempos, navegando con brújulas fiables… pero intuición a ratos cuestionable. Lo que sigue es la crónica —aventurera, cartográfica y antropológica— de cómo los bubis reordenaron su mundo para resistir, reorganizarse y, durante un tiempo, decir “no”.

Segmentarios contra Imperiales

A mediados del siglo XIX se produjo una transformación profunda. La literatura académica habla de “aceleración del cambio social”¹ y otras fórmulas asépticas que suenan a manual universitario plastificado; dicho en lenguaje llano: los bubis se dieron cuenta de que, si seguían cada uno a su aire, los españoles acabarían colonizándolos por fascículos —una entrega semanal, con regalo de bandera y catecismo—, hasta convertirlos en otro cromo más de su colección imperial. Y decidieron ponerse serios.

Pareja bubi de Fernando Poo, grabado aparecido en El Mundo Militar (Madrid), 17 de junio de 1859. Una muestra del imaginario gráfico colonial, donde la mirada europea interpreta —y a menudo distorsiona— la vida cotidiana en Bioko.

De ese proceso emergió la figura del rey Moka. Su biografía no siempre coincide entre autores —algunos la redactaron desde Madrid sin haber respirado nunca la humedad del valle—, pero lo que sí sabemos con precisión etnográfica procede de la fuente principal para este análisis: Fernández Moreno², cuyo estudio constituye la descripción más sólida, afinada y rigurosa sobre la estructura política bubi de la época.
Y en esa obra hay consenso: Moka encarna el giro organizativo más sofisticado de la historia bubi, un proceso de concentración progresiva de poderes religiosos, políticos y guerreros que cristalizó en un enclave que pronto se volvería simbólico: el valle de Moka.

La transformación fue, en esencia, una centralización estratégica para no desaparecer. Nada une tanto a un pueblo como la perspectiva real de que alguien de Europa venga a explicarle cómo funciona el mundo³. A partir de entonces, la isla quedó dividida entre dos lealtades:
— por un lado, hacia España, visible allí donde estaba físicamente (la franja costera, la futura Malabo, la misa dominical y poco más);
— por otro, hacia el gobierno indígena articulado desde el interior montañoso, donde el verdadero poder no surgía de un decreto, sino de un consenso social espeso como la niebla del valle.

En medio de este tablero, un detalle aparentemente menor terminaría siendo decisivo: un tubérculo importado —la patata— convertido en herramienta silenciosa de colonización⁴, un arma blanda que viajó más lejos que muchos misioneros, y que acabaría abriendo puertas que la evangelización directa no podía forzar.

Pero antes de llegar ahí, conviene asomarse brevemente al mundo bubi anterior a Moka: un mundo que no se pensaba a sí mismo como “resistencia”, porque aún no había descubierto que lo suyo, al final, iba a ser resistir.

Antes del rey Moka: una sociedad funcional

Antes de que la palabra colonia aterrizara en Bioko con olor a pólvora y sacristía, los bubis ya contaban con un sistema social sólido, perfectamente ajustado al territorio y a su propia historia. No era un Estado —y precisamente por eso funcionaba—, una paradoja que desconcierta a quienes siguen interpretando la centralización como cima evolutiva del desarrollo político¹ y civilizatorio.

La organización se articulaba en segmentos de parentesco capaces de combinar líneas patrilineales y matrilineales según convenía. Las jefaturas eran múltiples y dispersas, adaptadas a un paisaje de montaña y bosque donde ningún despacho centralizado tendría sentido. La autoridad se distribuía entre líderes locales, ancianos y especialistas rituales, funcionando como un puzzle político sin ministerios, sin observatorios y sin esa fauna burocrática que suele reproducirse cuando el Estado se infla más de lo prudente².

Recreación de una aldea bubi y de Clarence Cove durante el siglo XIX, inspirada en grabados históricos de prensa europea y atlas coloniales. Una mirada visual al contraste entre el mundo interior bubi y la fachada costera que España creía controlar.

La movilidad interna era uno de los pilares del sistema. Los grupos se desplazaban por la isla como estrategas territoriales: buscando suelos fértiles, rutas de intercambio, agua, o simplemente evitando tensiones. La montaña era recurso, no obstáculo; el bosque, un archivo, y una despensa. Cuando un segmento crecía demasiado o el entorno se agotaba, se movía. Sin catastros, sin notarios, sin dramas.

Pero claro, los europeos lo interpretaron al revés:

“Viven dispersos porque no conocen la civilización”.

No: vivían dispersos porque su modelo socioecológico funcionaba como tantas otras sociedades de cazadores recolectores, tribus o jefaturas. El imperialismo colonial era la cúspide del etnocentrismo y del pensamiento evolucionista. Con su lente diferenciaban únicamente tres tipos de sociedades: salvajes, bárbaros y civilizados. Un forma de pensamiento decimonónico que los antropólogos fueron desmantelando en las investigaciones que nacieron precisamente en el contexto colonial, y habitualmente con dinero imperial. El término «desarrollo», en cuanto a las sociedades se refiere, depende de términos de existencia que van más allá de la tecnología. ¿O acaso hay una única manera correcta de existir como organismo animal?

En la sociedad bubi, la religiosidad era el cemento político. Ancestros, fuerzas invisibles, rituales colectivos: todo contribuía a definir legitimidad y cohesión. La famosa separación moderna entre política y religión habría resultado incomprensible en Bioko. No porque “no hubieran evolucionado”, sino porque esa dicotomía es un invento tardío del mundo occidental. La autoridad no se imponía: se reconocía. Y se renovaba mediante rituales que, además de espirituales, eran mecanismos de cohesión social¹.

La segmentación, que tanto desconcertó a los administradores coloniales, era también un sistema de protección. Cada comunidad tenía capacidad de reorganizarse sin arrastrar a las demás.
Para quien lo observaba desde un fuerte costero, aquello parecía desorden; para los bubis, era flexibilidad. Un modelo difícil de dominar, difícil de cartografiar y resistente por diseño².

Una sociedad así no necesitaba un rey al estilo europeo. Nadie lo había intentado colocar todavía. La paradoja es perfecta: la necesidad de una centralización política no nació de Moka, sino del colonialismo⁴.
Como señala la antropología política, la resistencia rara vez es espontánea; suele ser la respuesta a las amenazas del exterior de un grupo o de un conglomerado de grupos que coexisten en un mundo donde las guerras han formado parte de la idiosincrasia humana. De modo que los movimientos políticos están profundamente condicionados tanto por nuestro comportamiento animal como por nuestras construcciones culturales. En términos del Homo sapiens, lo biológico y lo cultural no son ámbitos separados, sino una sola trama indivisible: uno sin el otro carece de sentido. Tal como argumenta Ramírez Goicoechea⁵ en su análisis biosocial, la acción humana solo puede entenderse desde esa integración constitutiva de varias de sus dimensiones: biología, psicología, sociedad, cultura; y, siguiendo la línea clásica de Clifford Geertz⁶, la cultura actúa como ese entramado de significados que completa —y a la vez moldea— nuestra propia biología.

El poder de Moka: ritual, lujúa y diplomacia bajo la niebla

El valle de Moka, visto desde la lógica colonial del siglo XIX, era un espacio que oscilaba entre lo desconocido y lo inquietante. Para los expedicionarios españoles que avanzaban con mapas imprecisos, brújulas testarudas y una fe excesiva en líneas dibujadas desde la costa, aquel territorio de niebla baja, bosques densos y montaña húmeda tenía algo de mito. Para los bubis, en cambio, era el corazón de su arquitectura política y simbólica².

“El valle de Moka bajo la cartografía colonial”.
Ilustración creada en estilo de grabado decimonónico, representando la superposición simbólica entre el paisaje real del valle y los mapas coloniales españoles del siglo XIX. Composición inspirada en atlas militares, memorias de expedición y cartografía histórica del Golfo de Guinea.
Imagen adaptada y editada para esta edición.

En ese paisaje se consolidó el liderazgo de Moka. No surgió de un acto espectacular, sino del tejido lento de alianzas, rituales y mediaciones que caracteriza a las sociedades segmentarias cuando una amenaza externa se vuelve estructural¹. La sociedad bubi, acostumbrada a convivir con autoridades múltiples, reconoció por primera vez un punto común bajo su figura.

El poder de Moka se sostenía tanto en la política como en el ritual. Los especialistas religiosos del valle —guardianes de los saberes ancestrales, mediadores con las fuerzas invisibles del bosque, depositarios de los símbolos del linaje— legitimaron su autoridad.
La célebre descripción de Juanola, que lo muestra cubierto de plumas, pieles, pigmentos rojos y cuernos de antílope, no es exotismo: es una puesta en escena cuidadosamente codificada².

Reconstrucción artística del rey Moka, basada estrictamente en la descripción del misionero Juanola (1888). Ilustración realizada a partir de fuentes etnográficas del siglo XIX. No existen retratos de la época debido a que los expedicionarios españoles a los contactos con el rey Moka no llevaron ilustradores.

Cada elemento remitía a vínculos con ancestros, pactos territoriales y alianzas invisibles. Es la misma lógica que Fortes vio en el África segmentaria¹ y que Geertz describió como el entrecruzamiento entre símbolo y acción⁶.

La lujúa, la fuerza guerrera que acompañaba al rey, no era un ejército al estilo europeo. Su función no era conquistar, sino mantener la cohesión interna. Actuaban como mediadores, garantes del orden y representación visible del proyecto político del valle. Cuando la lujúa entraba en una aldea funcionaba como elemento pedagógico adaptado a la forma de poder del contexto, su presencia recordaba una soberanía silenciosa.

Los administradores coloniales, por supuesto, no lo entendieron. Acostumbrados a jerarquías rígidas y organigramas, interpretaron la lujúa como una “milicia primitiva”, sin comprender que era un sofisticado dispositivo de cohesión segmentaria.

Moka también maniobró con habilidad en el terreno económico. Aunque los españoles introdujeron nuevos cultivos, patrones de valor y principios de mercado, la agricultura, la caza y los intercambios rituales siguieron en manos bubis. La economía se convirtió entonces en un campo de disputa silenciosa:
quien controla el alimento controla la continuidad social⁴.

Mientras la costa empezaba a transformarse bajo la influencia de misiones y pequeñas incipientes administraciones, el interior defendió su autonomía alimentaria y ritual mediante decisiones mucho más políticas de lo que aparentaban.

El encuentro de 1887 con los emisarios españoles —el misionero Juanola, el oficial Sorela y un grupo de krumanes— condensó todas estas tensiones. El valle, húmedo y silencioso, actuó como un anfiteatro natural. Los españoles llegaron cargados de regalos: pólvora, escopetas, tabaco.
Pero lo que interpretaron como un recibimiento cordial fue, desde la lógica bubi, una exhibición calculada de soberanía.

Recibir sin ceder. Escuchar sin otorgar. Abrir el espacio sin entregar el poder. Contemplar al español, sus intereses, intenciones y su potencial belicoso y persuasivo; hacer una lectura interna y establecer su posición política. Hay que tener en cuenta que los españoles estaban muy lejos de casa, y que entendieron que ir látigo en mano como carta de presentación les podía salir rana. Diplomacia fina, afilada y de largo alcance por ambos bandos.

A partir de este encuentro, Moka empezó a circular en los relatos coloniales con un aura de personaje legendario. Incapaces de controlar el interior, los administradores españoles optaron por describirlo como un rey “prudente”, “respetable”, casi homologable a los modelos monárquicos europeos.
Era más cómodo imaginar un líder único que aceptar un mosaico político que se les escapaba por todas partes.

Mientras para los bubis Moka era la columna vertebral que sostenía su mundo, para los colonizadores se convirtió en una figura de frontera: obstáculo, interlocutor y personaje de una novela de aventuras que ellos mismos no podían escribir bien.

Patatas a la Bioko

En los últimos años del reinado de Moka, el valle comenzó a mostrar señales discretas de un cambio profundo. España, tras décadas de torpeza cartográfica y tropiezos diplomáticos, afinó por fin su estrategia: menos cañones, más constancia; menos expediciones gloriosas, más insistencia paciente. Y el arma que abrió paso al interior no fue la cruz ni la espada, sino un tubérculo.

La patata llegó como obsequio agrícola, no como catecismo. Prometía rendimiento, seguridad alimentaria y tranquilidad en tiempos de presión creciente. Era difícil rechazarla: resolvía problemas reales. Los bubis —pueblo práctico donde los haya— la incorporaron a los campos, y con ella entraron nuevas técnicas, nuevas rutinas y visitas más frecuentes de intermediarios coloniales. La presencia española dejó de ser excepcional y pasó a ser cotidiana. Lo que se abría en la tierra no era solo un surco agrícola, sino una grieta económica²-⁴.

Escena reconstruida del intercambio agrícola entre bubis y emisarios españoles. Ilustración en estilo de grabado colonial del XIX, creada para esta edición.

En términos antropológicos, la introducción del tubérculo provocó lo que podríamos llamar una reconfiguración silenciosa del habitus —para usar la gramática de Bourdieu sin nombrarlo—: se alteraron los calendarios agrícolas, las valoraciones simbólicas del alimento y las distinciones entre lo propio y lo ajeno. No era una invasión al estilo clásico, pero tampoco un intercambio inocuo. La colonización, en su fase madura, rara vez entra por la puerta; suele colarse por las rendijas, y los españoles no tenían un pelo de tontos.

Los misioneros captaron enseguida la oportunidad. Primero se enseñaba a cultivar, luego se conversaba, más tarde se proponía rezar. La evangelización pasó de proyecto improbable a horizonte factible. Moka seguía bloqueando escuelas y capillas, pero la presión aumentaba como bruma antes de la lluvia.

A ello se sumaba un deterioro político inevitable. Su autoridad combinaba carisma, legitimidad ritual y memoria histórica: ingredientes imposibles de heredar de forma mecánica. La estructura centralizada que él había construido seguía en pie, pero aparecían fisuras. Algunos grupos vieron en los intercambios coloniales una vía rápida hacia la prosperidad; otros, una amenaza directa al espíritu del valle. Esa tensión interna fue, como sabían los administradores costeros, un recurso más eficaz que cualquier ofensiva militar.

Desde Malabo —entonces Clarence—, los funcionarios españoles tomaban nota. No necesitaban avanzar: bastaba con esperar. Porque las resistencias que no se destruyen desde fuera suelen desgastarse desde dentro, y el viento que subía desde la costa ya no traía solo olor a sal, sino las señales, cada vez más claras, de un mundo que cambiaba aunque el valle prefiriera no admitirlo.

La muerte del rey Moka

La muerte de Moka no marcó solo el fin de un liderazgo, sino la disolución del principio articulador que había mantenido unido a un conjunto de segmentos acostumbrados a vivir sin un mando único. Con él desaparecía la figura capaz de convertir la amenaza colonial en un proyecto político común.

La transición fue inquieta desde el primer momento. Los linajes que habían aceptado la centralización bajo Moka no tenían motivos para aceptar su continuidad bajo otro nombre. Lo que antes se contenía gracias al enemigo externo y al peso ritual de su autoridad, ahora se desbordó hacia dentro: disputas de legitimidad, tensiones soterradas, reclamaciones cruzadas. La cohesión se volvió negociación permanente y conflicto.

España supo leer la oportunidad. Intensificó visitas “amistosas”, ofreció mediación y reforzó la idea de que la administración colonial era la única vía hacia el orden. No fue necesaria ninguna campaña militar memorable: bastó con ocupar el vacío.

La reorganización en rancherías —núcleos donde escolarizar, evangelizar y administrar resultaba más fácil— terminó por alterar la geografía social bubi. La cultura no se extinguió, pero cambió de textura: nuevos cultivos, nuevas armas, nuevas jerarquías condicionadas por el acceso a bienes y mediaciones coloniales⁴.

Reconstrucción histórica de una ranchería colonial en Fernando Poo (c. 1890-1910).
Ilustración original inspirada en descripciones de misiones claretianas, documentos del Archivo General de la Administración (AGA) y estudios etnográficos de la época. Imagen generada por IA para Actividad Antropológica.

Así terminó la época de Moka: no con la caída en batalla del último defensor, sino con una absorción lenta, estructural, casi silenciosa. Su resistencia centralizada había sido una solución brillante a un problema desproporcionado; su desgaste, quizá inevitable.

El valle de Moka sigue allí, con su niebla baja y su densidad de memoria. Si uno superpone los viejos mapas españoles —siempre tan seguros de sí mismos, siempre tan equivocados en su precisión— sobre la geografía real del valle, entiende mejor la paradoja: la cartografía colonial dibujaba un dominio que nunca llegó a ser pleno; los bubis, en cambio, lograron durante un tiempo reordenar su mundo para seguir siendo ellos mismos.

Y en ese juego de fronteras torcidas, tubérculos, guerreros y catecismos, la figura del rey Moka persiste como lo que fue: la prueba de que incluso en los márgenes de los imperios existen respuestas creativas, decisiones trascendentales de políticos vocacionales y formas de resistencia que, aunque no vencen para siempre, dejan huella en la niebla. Las formas de organización social, al igual que la materia, no desaparecen, solo se transforman.

BIBLIOGRAFÍA Y ENLACES

¹ Fortes, M. (2018) [1945]. The dynamics of clanship among the Tallensi: Being the first part of an analysis of the social structure of a Trans-Volta tribe. Routledge.
² Fernández Moreno, N. (2011), en Pérez Galán & Marquina Espinosa (eds.). Antropología política. Textos teóricos y etnográficos, cap. 6: “Resistencia, decadencia y colonización en la isla de Bioko. Análisis de la estructura política Bubi”. Bellaterra, Barcelona.
³ Hobsbawm, E., & Ranger, T. (1983). The invention of tradition in colonial Africa. The Invention of Tradition (Eric Hobsbawm and Terence Ranger eds). Cambridge University Press, Cambridge.
Nguema Esono, J. (2008). Economía y alimentos en la Guinea precolonial; Sundiata, I. (1996). Equatorial Guinea: Colonialism, State Terror, and the Search for Stability.
Goicoechea, E. R. (2013). Antropología Biosocial: Biología, cultura y sociedad. Editorial Universitaria Ramón Areces.
Geertz, C. (2021). Thick description: Toward an interpretive theory of culture [1973]. Readings for a History of Anthropological Theory,, 302-6.


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