PRÓLOGO
Manjar, mito y machete: una pseudo-micro-etnografía pulp del canibalismo cinematográfico marinada en sangre y vísceras

Una vez más me inmiscuyo en los asuntos cinematográficos sin saber prácticamente nada de cine. Pero esto no es una nueva entrega de Antropólogos en el Cine, aunque ya está asomando la cabeza. Esto es un desvío, una ruta fangosa por la jungla simbólica del cine caníbal. Es un spin-off, un atajo por un siniestro y maloliente sendero oculto en el que probablemente acabe descuartizado por algún recién graduado en Antropología que exija más rigor. Durante este trayecto, me abro paso a machete y hostia limpia portando el grimorio del antropólogo Julián López García y sus escritos prohibidos (más bien no publicados) sobre etnografías de la alimentación, donde está muy presente el canibalismo en diferentes escenarios, también en el cine.
A lo largo de diez películas, vamos a explorar el canibalismo no como una práctica aislada, sino como una estructura narrativa compartida que conecta obsesiones culturales, deseos inconfesables y sistemas simbólicos en tensión. Porque, como decía Lévi-Strauss, lo que comemos (y lo que no) nos permite pensar el mundo [1].
Este artículo es eso: una mesa servida con diez platos dudosamente saludables. No se trata de si el canibalismo existió como nos lo imaginamos, o de si era funcional o estructural para la forma de vida de un grupo, sino de por qué nos obsesiona tanto imaginarlo. Por qué Occidente ha necesitado durante siglos ese espejo deformado llamado «el Otro», que en el cine pulp siempre aparece desnudo, pintado, armado con lanzas y dispuesto a masticar antropólogos y turistas en busca de aventuras.
Aquí hay sexo y alimentación, junglas falsas, torsos brillantes, tesis doctorales que terminan en masacres, chicas rubias integradas en tribus imposibles, turistas con cámaras que tratan de engullir las imágenes de los nativos, y periodistas que se comen la moral a dentelladas. Aquí hay cuerpos deseados y devorados, hay un catálogo de WTF deliciosamente traído por la Serie B cinematográfica. Hay algunas capas más profundas, algo de biología en un marco ochentero teñido de rojo. Hay Antropología de la Alimentación.
La alimentación ha sido una de las vías más fructíferas para comprender los sistemas simbólicos y materiales de las sociedades humanas. Desde la antropología, se ha entendido que comer es tanto un hecho biológico como una construcción cultural. Cada sociedad selecciona, clasifica y ritualiza lo que considera comestible, de acuerdo con estructuras que no siempre responden a la lógica nutricional o ecológica, sino a valores, tabúes y cosmovisiones.
Pasa, siéntate, sírvete, es un self-service. Pero cuidado: este menú tiene efectos secundarios. Puede que acabes riéndote cuando no deberías, o pensando justo cuando ibas a vomitar. Este es un viaje con huesos, con broma, con teoría y con tripas. No es un artículo, es una digestión, y no es apta para paladares delicados ni para académicos con estreñimiento teórico.
1. LAS MUJERES CANÍBALES DE LA SELVA DEL AGUACATE (1989)

La risa como puerta del horror
Toda saga mitológica necesita empezar con una broma. No una broma cualquiera, sino una que, disfrazada de comedia cutre esconde, como quien no quiere la cosa, todas las claves del universo. Y en esta expedición caníbal, el primer machetazo lo dan ellas: Las mujeres caníbales de la selva del aguacate. Un título que parece extraído de un taller de escritura frecuentado por chimpancés a los que se les ha extirpado medio cerebro… y que sin embargo funciona como perfecto rito de paso del espectador hacia el canibalismo. Ya no hay vuelta atrás.
Esta no es una película real en el sentido clásico. Funciona como una parodia del subgénero, una celebración de todo lo pulp, lo tropical, lo absurdo y lo deliciosamente ofensivo. Una obra de culto apócrifa que, aunque no forme parte del canon industrial, huele a atmósfera ochentera del género caníbal a un kilómetro de la pantalla. Es justo lo que buscaba para arrancar.
¿Y qué nos muestra? Lo de siempre, claro: jungla de ñogui ñogui, chicas en bikini de leopardo, aventureros de pelo en pecho y con la brújula averiada, una tribu de mujeres que devoran hombres, y un guion que parece estar escrito con tiradas de dados. Y sin embargo… ahí está todo.
Ahí está la mirada del turista occidental, esa cámara libidinosa que busca el exotismo sexualizado del Otro. Como bien señala Julián López García, el cruce entre sexo y comida no es accidental, es estructural: el sexo y la comida comparten lenguaje y gramáticas del cuerpo [2]. Y en este caso, el cuerpo femenino exótico es a la vez objeto de deseo y deglución. Se lo quieren comer, y ellas se los comen a ellos. Plot twist simbólico.
La película también introduce de forma ligera uno de nuestros arquetipos clave: el aventurero-explorador que siempre te puedes encontrar alejado de la mano de dios ahogándose en alcohol en la tasca más cercana a la zona de interés, aunque nunca en la zona de interés en sí. Teniendo en cuenta que la película también lanza una curiosa crítica feminista para la época, en este caso, el aventurero es una comedia de un machirulo de mofa y marca blanca.
Hay una escena gloriosa en la que, de noche, alrededor de la hoguera junto a los varones nativos oprimidos de aquellos lares, el tipo, tratando de crear una atmósfera de gymbro, se la pasa dándoles una lección de cómo camelarse a las chatis paseando en un coche a brazo descubierto y soltándoles piropos cutres. El explorador que cumple el canon de vestimenta color pardo-aventuras no trata de comprender «culturas», sino vivir una fantasía que mezcla Playboy con National Geographic.
Este primer capítulo establece algo fundamental: la risa no es un desarme del canibalismo, es su motor secreto. Reímos porque nos da miedo, porque nos excita, porque nos avergüenza. El cine caníbal sabe esto, y por eso empieza a veces con carcajadas antes de lanzarte al ritual.
En resumen: Las mujeres caníbales de la selva del aguacate no es solo una peli de título glorioso y estética fanzinera. Es la entrada perfecta al templo de los mitos comestibles. Una sátira envuelta en guion Z, una ensalada de tópicos que nos prepara el paladar para lo que viene. Tapad la pantalla si hay niños cerca que la cosa se pone +18.
2. EMANUELLE Y LOS ÚLTIMOS CANÍBALES (1977)

La pornografía del Otro
Más chicha. Si Las mujeres caníbales de la selva del aguacate servía de entrante pulp a carcajadas, Emanuelle y los últimos caníbales introduce el elemento clave que alimenta toda esta saga: el deseo de mirar. De mirar al Otro. De mirarlo desnudo, salvaje, disponible. De filmarlo, fotografiarlo, poseerlo simbólicamente… y si se tercia, también sexualmente.
Emanuelle —la periodista, la infiltrada, la antropóloga de dudosa titulación— viaja a la Amazonía porque descubre que una paciente psiquiátrica tiene un tatuaje ritual en una zona muy concreta del cuerpo (spoiler: la entrepierna). A partir de ahí, comienza su expedición: sexo casual en hoteles tropicales, encuentros con nativos semidesnudos, y una tribu que supuestamente practica el canibalismo ritual. Todo perfectamente preparado para que la selva sea el decorado de una fantasía erótica global.
Pero aquí no estamos solo ante una peli erótica con taparrabos. Estamos ante un mecanismo narrativo potentísimo: el turismo sexual como antropología inversa. Lo que Emanuelle hace es lo mismo que tantos «antropólogos» hacen en este universo: ir a ver, registrar, interpretar… mientras se empapan de una fantasía que han construido previamente y disfrutan de la aventura exótica que siempre imaginaron.
Volvemos a activar con fuerza el grimorio de Julián López García: sexo y comida es lo mismo. Emanuelle no va a estudiar tribus. Va a saborear cuerpos. Y viceversa. Cada plano, cada diálogo, cada toma sudorosa no hace sino confundir el apetito erótico con el hambre simbólica. Se quiere comer con la cámara, porque la comida también se saborea con la mirada además de con el paladar.
Y lo más brutal es que este deseo no es parodiado. Se celebra. Se muestra sin vergüenza, como si el cine pudiera cumplir la promesa colonial que la antropología nunca se atrevió a escribir: la del Otro deseado, disponible y comestible.
Así, sin querer, la película conecta el deseo con la necesidad, la pornografía con la ecología, el cuerpo del Otro con la escasez estructural. Porque si hay algo que une la mirada libidinosa de Emanuelle con la antropología del sacrificio, es la reducción del Otro a recurso: recurso visual, recurso narrativo, recurso alimentario.
Además, esta película nos entrega otro personaje importante para nuestro LORE: el etnógrafo erotizado, una mutación del antropólogo-turista, pero con la libido tocando las palmas. Este arquetipo no busca comprender: busca seducir. Y en ese gesto representa con claridad la pornografía del saber, donde el conocimiento se vuelve excusa para el consumo de cuerpos.
Emanuelle marca un punto de ruptura en nuestro dossier: el canibalismo es intuido en su mirada más que mostrado de forma explícita. Porque antes de morder, hay que desear. Y este cine sabe que el canibalismo es, en el fondo, una metáfora total del consumo: consumir cuerpos, culturas, exotismos, imágenes, cine.
Y con esta mirada cargada de deseo, nos adentramos más profundo en el mito. Porque si Emanuelle los observa… ¿quién observa a Emanuelle?
Y ahora sí, querido lector… guarda la risa en la mochila que las cosas se tornan chungas.
3. HOLOCAUSTO CANÍBAL 2: LA HISTORIA DE CATHERINE MILES (1985)

La conversión del turista
Para determinados géneros del cine, cuanto más mierdosa es la película, mayor valor tiene.
Qué maravilla de película, qué viaje de ida sin retorno al corazón de la jungla cinematográfica italiana. Empezamos la casa por el tejado. Si Caníbal Feroz es una tesis doctoral escrita hasta arriba de coca, Holocausto Caníbal 2 es un máster en integración forzosa con certificado homologado en la universidad de mis pelotas. Aquí no hay cámara en mano ni periodistas sensacionalistas: aquí hay herencia blanca, clase alta, y una chavala inglesa que pasa de debutante a devoradora sin escalas.
La historia arranca como tantas otras: Catherine Miles, rubia, joven y bien posicionada, viaja con sus padres a la Amazonía. Spoiler rápido: sus padres mueren. Siguiente spoiler: ella es capturada por una tribu supuestamente caníbal. Y tercer spoiler: no solo sobrevive, se queda. Y ahí empieza la parte jugosa.
Lo que Holocausto Caníbal 2 plantea —sin querer o muy queriendo— es una transformación ritual del cuerpo blanco. Catherine no es devorada (al menos no al principio), pero es asimilada, convertida en parte del ecosistema simbólico que Occidente lleva siglos imaginando sobre el Otro y la insinuación del canibalismo: la selva no la mata, la digiere. Y ese proceso es el corazón caníbal de esta historia.
Antropológicamente hablando, esto es dinamita. Porque aquí ya no se trata solo de observar o estudiar al Otro: se trata de convertirse en él. Catherine representa la fantasía de integración total, esa en la que el blanco deja de ser espectador para volverse protagonista del ritual, del mito, del menú.
Esta cuestión no es poca cosa, es un problemón para la Filosofía de las Ciencias Sociales y en concreto para la Antropología y el trabajo de campo en comunidades “ajenas”, que además está muy presente en el código deontológico de la AAA (Asociación Americana de Antropología). ¿Hasta qué punto una antropóloga no debe denunciar un delito, por ejemplo, de sangre, que ha detectado en su trabajo de campo pese al principio de no maleficencia hacia el grupo investigado? Un antropólogo que está estudiando la etnohistoria de la posguerra de una comunidad rural española, y al que los informantes le advierten discretamente de familiares asesinados por vecinos y el silencio sepulcral con el que han ido pasando los años sin tratar el tema, ¿debe omitir dicha información a las autoridades? Por otro lado, ¿tienes que convertirte en un mendigo o mafioso si estudias la mendicidad o determinadas formas de delincuencia?
Como viene a colación, aprovecho para decir que, Julián López García, que fue mi profesor hace más de una década, me dijo en una ocasión: «Para conocer bien a un grupo antes hay que cagar su estructura de alimentos», jajaja, espero no caer en sus consejos si me da por explorar alguno de estos grupos caníbales.
El asunto tiene una palabra preciosa: liminalidad [3]. Es un limbo entre categorías sociales donde uno ya no es del todo “de aquí” ni del todo “de allá”. Catherine está en ese estado: no es indígena, pero ya no es la Catherine de Oxford. Está en transición. Y en ese limbo es donde muchos antropólogos —los de verdad— se tambalean cuando las estructuras académicas no bastan para explicar la selva que tienen delante (o dentro).
Porque sí, Catherine regresa. Y cuando lo hace, no vuelve como víctima: vuelve como testigo incómoda. Lleva en el cuerpo las marcas de lo vivido, pero también una mirada que desarma la civilización que la crió. Lo salvaje ya no está en la tribu, está en su familia, en sus raíces, en el dinero que movió los hilos de su tragedia.
Holocausto Caníbal 2 no tiene la violencia mediática de su predecesora, pero tiene una potencia simbólica brutal: la del Otro que te traga lentamente mientras crees que te estás adaptando. La peli no busca que mires el canibalismo desde otro ángulo: el de la identidad transformada.
En nuestro LORE, Catherine es la que se deja devorar… y digerir. Y eso, lector, es mucho más peligroso que un machetazo mal dado para comer la chicha de tu misma especie.
4. GOMIA: TERROR EN EL MAR EGEO (1980)

Europa también tiene hambre
Un grupo de turistas se queda tirado en una isla aparentemente deshabitada del mar Egeo. Clásico. Barquito, bikinis, viento cálido. El plan perfecto para una comedia romántica… hasta que descubren que la isla está habitada por un tipo enorme, más tonto que Abundio, más feo que Picio y con más hambre que los pavos del Manolo, y que ha estado alimentándose de carne humana durante años. Bienvenidos a Gomia.
Esta película —también conocida como Anthropophagus en su versión original— cambia por completo la estética del cine caníbal. Aquí no hay selva. No hay tambores. No hay exotismo. Lo que hay es el caníbal en casa. El horror ya no está en el Otro, sino en lo que hemos escondido en el sótano de algunos pensamientos colectivos. Y eso, lector, es mucho más perturbador.
Porque el monstruo de Gomia no es indígena ni ajeno: es europeo, blanco, y más mediterráneo que echarle chorizo al couscous. Un tipo ha sido transformado por el trauma de haberse quedado a la deriva en una embarcación con su mujer e hijo. Cuando el hambre empezó a nublarle la razón, le propuso comerse al chiquillo, que ya había fallecido, con el inconveniente de que a su parienta no le pareció demasiada buena idea y se interpuso entre el cuchillo y el cuerpo de su descendiente. A partir de ahí, aparece una trasformación bastante mierdosa y placentera a la vez, muy serie B, en definitiva, en la que nuestro amigo deja de responder a un sistema cultural, sino a un impulso ancestral que no desaparece por más civilizados que nos creamos los humanos: la necesidad de llenar el buche.
Aquí aparece otro de los temas clave: ¿Qué explica la(s) conducta(s) caníbal(es), es decir, la antropofagia? En esta peli, no hay explicación estructural, ni contexto simbólico de corte antropológico. No hay chamán que nos traduzca lo que acontece en este Gomia, que es la carne devorándose a sí misma cuando todo lo demás ha fallado.
Y es justo ahí donde entra uno de los debates más jugosos de la antropología: el ya mítico ¿bueno para comer o bueno para pensar?
Por un lado, Lévi-Strauss [4] susurra que el canibalismo es puro símbolo, una forma estructural de organizar el mundo con salsa semiológica. Por el otro, Marvin Harris [5] entra con las botas llenas de barro y la panza vacía: no, señores y señoras, la gente come carne humana porque no hay pollo, porque hay crisis, hambre, falta de proteína y lógica materialista. Es decir, hay que llenar la barriga, y mi supervivencia está por encima de la del tipo de al lado.
Y entre uno y otro, el cine caníbal hace lo suyo: sirve ambos platos al mismo tiempo. Las películas no deciden. A veces el canibalismo es místico, otras veces es práctico, y a menudo es ambas cosas a la vez. Pero en Gomia, ese cruce se vuelve especialmente retorcido: una isla, un banquete y una lógica que nadie termina de entender del todo, pero que claramente está bien condimentada. Meto aquí una breve cuña antropológica, creedme que merece la pena:
Ejemplo de “bueno para comer” (Harris)
👉 El canibalismo ritual azteca según Harner y Harris [6]: En el México prehispánico, el sacrificio humano seguido del consumo ritual del cuerpo —especialmente del corazón y ciertas partes musculares— ha sido interpretado por Harris como una respuesta práctica por la presión ecológica de la escasez de proteína animal en una sociedad densa en población. Como no había vacas, cerdos ni ovejas, y la caza era insuficiente, el cuerpo del enemigo vencido se convertía en carne legítima dentro de un ritual que garantizaba orden cósmico… y alimentario.
Ejemplo de “bueno para pensar” (Lévi-Strauss)
👉 El canibalismo endocaníbal y exocaníbal entre los tupinambá: Algunas tribus amazónicas practicaban el canibalismo como forma de procesar la relación con los muertos o con los enemigos valientes [7]. Comerse a un enemigo era apropiarse de su fuerza; comerse a un familiar, mantenerlo dentro del grupo. Aquí no hay hambre. Hay símbolos.
Marshall Sahlins, en su Economía de la Edad de Piedra [8], analizó cómo los grupos de cazadores-recolectores gestionaban sus recursos con eficiencia ecológica, desplazándose entre zonas según la estación y consumiendo solo entre 40 y 60 especies de las más de 200 disponibles. Lo curioso es que muchas de las especies no consumidas eran nutritivas y accesibles, pero eran rechazadas por razones simbólicas, es decir, culturales, lo que respalda la tesis de Lévi-Strauss: lo que se come o no se come no depende solo del hambre, sino de cómo una sociedad organiza su universo moral. Sin embargo, Sahlins también reconoce la base material de la dieta: el nomadismo, el acceso al agua y la eficiencia energética responden a una lógica adaptativa, lo que conecta parcialmente con la visión de Harris. Comer no es solo biología o cultura: es ambas cosas, aderezadas con un poco de tabú, un toque de tradición… y las circunstancias del momento.
Ahora bien, volvamos a Gomia. Esta película es un mapa del terror doméstico: el canibalismo no como exotismo, sino como producto europeo. Y, de hecho, hay algo profundamente cristiano en esta historia: el pecado, la culpa, el cuerpo como castigo. El caníbal no es un otro tribal, es el resultado de un derrumbe ético y material.
Y como el canibalismo también es muy blanco y os gusta más la chicha y la geografía que al monstruo de Gomia sin desayunar, os dejo por aquí un mapa contemporáneo sobre la pauta caníbal [9]. En él se puede observar cómo el canibalismo no es exclusivo de contextos indígenas o tribales. También se ha documentado históricamente en Europa: en hambrunas, barcos exploradores, guerras, epidemias. La diferencia no es el hambre. Es la narrativa.

Lo más recordado de la película —el parto invertido, brutal y gore hasta lo incómodo— no es solo un efecto barato. Es una escena ritual. Una inversión total del ciclo de la vida: lo que debería nacer… es devorado. La maternidad como digestión. La esperanza como almuerzo.
Gomia es una isla. Pero no está en Grecia. Está en todas partes. Es esa parte de la moral que intenta no mirar lo que pasa cuando el hambre supera a la razón. El caníbal vive en nuestra casa, pero lo llamamos por otro nombre, y ya no da tanto gusto grabar al exótico, sino demonizar al asesino.
5. CANÍBAL FEROZ (1981)

¿Quiénes son los monstruos?
¡Ay, Caníbal Feroz! ¡Qué maravilla, qué fantasía y qué viaje de ida sin retorno al universo más delirante del cine de caníbales ochentero! Si Gomia nos había sumido en la pesadilla mediterránea del canibalismo introspectivo, aquí entramos de lleno en el reverso pulp de la etnografía gore. Esta película no solo es un festín de sangre, vísceras y WTFs por minuto, sino que se convierte también —sin saberlo— en un campo de pruebas para la antropología de la alimentación más punk y cafre.
La trama es gloriosa: una antropóloga con su hermano y una amiga random se interna en la selva amazónica para demostrar que el canibalismo es un mito colonialista, un invento racista para justificar la violencia blanca sobre los pueblos indígenas. Spoiler: se equivocan. Se encuentran con el menú del día: carne humana.
La antropóloga, con su mochila y su whisky, es el turista-etnógrafo en su máxima expresión. Quiere desmontar el etnocentrismo disfrazado de ciencia, pero termina cayendo en él. Sus diálogos son impresionantes: “¡Se ha desmayado! ¿Le damos un whisky?” Entre clenchas de coca y caminatas bajo el sol, la película se ríe de la idea del antropólogo como observador objetivo. Aquí, el absurdo es el método.
Desde una mirada etnográfica, esta historia es casi una parodia involuntaria de la relación entre cultura y alimentación. Porque como bien plantea Julián López García [10], el canibalismo se ha usado históricamente como marcador radical de la alteridad: comer carne humana no solo transgrede una norma alimentaria, sino que traspasa todos los límites civilizatorios que el Occidente ha impuesto para definir al Otro. Es una forma de dibujar la frontera definitiva: nosotros somos humanos, ellos comen humanos.
En la antropología de la alimentación no hay alimentos neutros. Todo lo que se come (o se rechaza) dice algo. Si seguimos a autores como Fischler [11] o el ya citado Lévi-Strauss, la comida no solo nutre: clasifica, ordena y crea sentido. Comer al otro no es alimentarse de su cuerpo, sino devorar su significado. El canibalismo es el espejo extremo donde se proyectan los miedos, deseos y tabúes de un grupo social.
“Cada cual llama barbarie a lo que no es de su costumbre.”
— Michel de Montaigne, De los caníbales (1580) [12].
Con esta frase, escrita hace casi medio milenio, Michel de Montaigne ya nos estaba avisando: no hay salvajes sin un espejo europeo que los fabrique. Mucho antes de que existiera el cine, ya existía el exotismo como arte escénico. Y en pleno Renacimiento, mientras Europa se llenaba la boca con palabras como “civilización”, Montaigne señalaba —con elegante mala leche— que los verdaderos monstruos quizás no estaban comiendo carne humana en la selva, sino firmando tratados en palacios con tapices.
En su texto, De los caníbales, no solo es una defensa de los pueblos indígenas frente al juicio colonial. Y eso, querido lector, es justo lo que hace el cine de caníbales… pero con sangre falsa, vísceras de atrezzo y gritos doblados en mono canal: son un banquete de clichés del exotismo imaginado.
Volviendo a la peli:
Una joya, vamos: coca, whisky, reacciones de mierda, interpretaciones OMG, diálogos que podrían estar sacados de una telenovela gore y personajes que están metidos ahí para tratar de cubrir carencias de guion, metiéndose en una especie de bucle extraño de conversaciones forzadas pero que igualmente hacen que esta película sea mágica. La verdad que es inexplicable cómo puede funcionar tan bien y hacerme tan feliz.
El cine de explotación de los 80 lo intuyó antes que nadie: comer al Otro vende. Y si lo vendes con sangre, tetas y tesis doctorales, mejor. En ese sentido, Caníbal Feroz es el eslabón perdido entre la antropología académica y la antropología pop: una peli que, entre litros de sangre falsa y reflexiones de bar, nos deja preguntando:
—¿Quién es el verdadero salvaje aquí?
6. HOLOCAUSTO CANÍBAL (1980)

La cámara también devora
No se puede hablar de cine caníbal sin nombrarla. Es el tótem, el trauma, la cicatriz colectiva de toda una generación de espectadores. Holocausto Caníbal no es solo una película: es un puñetazo cultural envuelto en lodo, fuego y cintas VHS. Es ese momento en el que el horror se volvió tan “real” que nadie sabía si era cine o snuff. En este caso sí es cierto que había gente que acababa apagando la televisión. Y de paso, se convirtió en el espejo más turbio que ha producido la antropología cinematográfica.
La historia: un grupo de periodistas occidentales viaja a la Amazonía para grabar un documental sobre tribus caníbales. Spoiler: desaparecen. Un antropólogo (el doctor Monroe, que va de pipa y relativismo) viaja para encontrarlos. Lo que descubre es… todo lo que no debería haberse grabado jamás. Lo salvaje no está en la selva: viaja en la mochila del hombre blanco.
Lo brillante (y perturbador) de Holocausto Caníbal no es el gore gratuito —aunque hay—, ni las tortugas despellejadas —aunque también—, ni las escenas tan realistas que hicieron pensar a medio planeta que esto era un snuff film. No. Lo más potente es la inversión total del relato clásico: aquí los caníbales son los que llevan cámara al hombro y que se han dejado la moral en la guantera del Jeep. Los verdaderos devoradores son los periodistas que viajan a explotar imágenes, a fabricar salvajismo, a construir al Otro como contenido comestible.
Se trata del canibalismo mediático: filmar, manipular, sazonar con edición y servir caliente al espectador occidental. El documental ficticio dentro de la película es una autopsia del morbo. El Otro no interesa como cultura, sino como carne narrativa. El antropólogo, lejos de ser un mediador, es cómplice pasivo. Juzga, sí. Pero también fuma, se pasea y aprueba el visionado de las cintas con una mirada de resignación postcolonial.
Esta película no analiza el canibalismo: lo regurgita. No lo explica: lo vive como trauma. Holocausto Caníbal es la metáfora definitiva de una antropología fallida, atrapada entre el deseo de comprender y la necesidad de vender.
¿Pero qué es lo mejor de todo esto?: que seguimos mirando.
La cinta, con toda su violencia explícita, nos obliga a tragar sin digerir. Nos pregunta por qué seguimos dándole al play, por qué queremos ver el horror, por qué necesitamos convertir el dolor ajeno en espectáculo. Aquí no hay exoneración: todos somos cómplices. Todos tenemos sangre digital bajo las uñas. Queremos experimentar sin sufrir las consecuencias jejeje, cómo somos los humanos muchachos.
Lo que más me fascina del Doctor Monroe, nuestro supuesto héroe académico, es que está ahí para suavizar el panorama. Pero resulta que a la mínima se mete en peores ciscos que los anteriores visitantes, y además se pone a disparar como si estuviera en una peli de Rambo, además es de gatillo fácil el cabrón, jajajaj. Increíble.
En nuestro LORE, esta peli representa el momento en que Occidente se come a sí mismo: los cuerpos devorados son solo el reflejo de un sistema que mastica imágenes, reduce culturas y vende shock envuelto en celofán.
En resumen: Holocausto Caníbal es una digestión indigesta. Una película que, sin querer o queriendo mucho, destruye el aparato antropológico con sus propias herramientas. No es la historia de unos salvajes comiéndose a unos blancos. Es la historia de unos blancos convirtiendo en salvajes a quien hiciera falta… con tal de conseguir un buen plano.
Esta peli me ha traído un retrogusto a aquel documental: Cannibal Tours (1988), de Dennis O’Rourke [21]. Porque aunque uno se sitúe en las selvas de la Amazonía con machete falso y el otro en los cruceros turísticos que recorren Papúa Nueva Guinea, ambos sirven el mismo menú: la necesidad voraz del blanco occidental de consumir al Otro, ya no en forma de carne, sino de experiencia, de foto, de relato. En Cannibal Tours, los turistas fotografían a los locales como si fueran piezas de museo vivientes, se ponen pinturas tribales como quien se prueba un sombrero en el mercadillo, y negocian por collares artesanales como si estuvieran regateando en Wall Street. Todo ello mientras se escandalizan por la idea del canibalismo… sin darse cuenta de que ellos también han llegado allí a devorar algo.
Lo brillante —y escalofriante— de Cannibal Tours es que no necesita sangre ni vísceras para mostrar la brutalidad: le basta con una cámara fija y el silencio incómodo de un turista que no entiende nada pero se siente con derecho a explicarlo todo. Si Holocausto Caníbal es la caricatura gore del canibalismo mediático, Cannibal Tours es su versión documental: el espectáculo turístico como digestión lenta de la otredad. El mismo apetito, pero con copa de vino en la mano. Es el caníbal que va en chanclas y cree que el salvajismo está al otro lado del objetivo. Pero no. Está en su mirada.
7. CANNIBAL! THE MUSICAL (1993)

El intestino delgado también canta
Se tornaba un poco necesario cortar con tanta peste a carne de congénere crudo y darle un respiro a esto. Aquí no hay taparrabos ni rituales tribales, sino sombreros vaqueros, praderas nevadas y una cantidad de coreografías sangrientas que harían a Broadway vomitar con ritmo. “Cannibal! The Musical”, dirigida por Trey Parker (sí, el de South Park), es la sobremesa perfecta para una antología como esta. No solo porque se ríe del canibalismo, sino porque se lo traga entero con banda sonora y todo.

Inspirada muy libremente en el caso real de Alfred Packer —el guía estadounidense del siglo XIX que acabó siendo juzgado por haberse zampado a sus compañeros de viaje en las Montañas Rocosas—, esta película hace lo impensable: convertir la tragedia antropofágica en un musical. Y encima funciona.
La magia aquí está en la disonancia. Mientras los personajes cantan sobre amor, soledad o hamburguesas de carne humana con queso, la nieve lo cubre todo como una sábana mortuoria. El canibalismo no se presenta como barbarie, sino como una consecuencia lógica de estar atrapado, con hambre y… bueno, sin delivery.
Aquí no hay selva ni Otro: solo un nosotros civilizado empujado al borde. Esta peli funciona como una cápsula cultural en la que el canibalismo se vuelve autoparódico, una herramienta de reflexión a través de la risa. Como si Occidente, por fin, pudiera mirarse al espejo y cantar sobre su propia podredumbre.
¿Y qué tipo de canibalismo es este? Ninguno de los rituales, desde luego. Este es pragmático, logístico, circunstancial. Aquí entra Marvin Harris con su teoría del «bueno para comer»: cuando el hambre aprieta y el compañero ya no responde, pues oye… proteína es proteína. Pero como esto es Norteamérica, no basta con comérselo: hay que hacerlo con número musical y sonrisas congeladas.
Y no te creas que por ser una comedia se escapa del análisis antropológico. Al contrario. “Cannibal! The Musical” pone sobre la mesa uno de los temas más incómodos: la capacidad de banalizar la violencia. Porque cuando te tragas una pierna entre carcajadas, algo se revuelve en el estómago… pero no sabes si es por la sangre o por el estribillo.
Esta película, además, juega con uno de nuestros arquetipos favoritos: el caníbal blanco, triste, desubicado, más cerca de un outsider romántico que de un monstruo tribal. No hay exotismo, no hay alteridad. Hay solo una América que canta y le pone fuegos artificiales a todo incluso cuando se conduce al abismo.
En resumen: esta peli es lo que pasa cuando el canibalismo se mete en la batidora del pop. Sale un batido espeso de chistes malos, sangre falsa, crítica social y un toque de ketchup cultural. Y lo mejor es que se lo bebe todo el mundo sin rechistar. Porque sí: a veces, para entender el canibalismo… hay que cantarlo.
🎶 Let’s build a snowman… and eat him luego.
8. APOCALIPSIS CANÍBAL (1980)

El virus vuelve con medalla
Corrección de rumbo. Aquí no se cocina al explorador en salsa de piña. A esta estación no llegamos en canoa ni en avioneta estrellada: llegamos en helicóptero militar, con medallas oxidadas, napalm y un virus que no aparece en ningún tratado tropical. Cannibal Apocalypse es eso: un bocado urbano, infectado, y con sabor a derrota imperial.
Es curioso, me he chupado dos Apocalipsis Caníbal diferentes, y además del mismo año y con una temática vírica muy parecida. Menudo mamoneo tenían en la época del exploit italiano. La otra es esta:

Cuando el zombi se cruza con el antropólogo
De Bruno Mattei, 1980. Aquí aparece Elizabeth Turner, una peculiar antropóloga de lo cultural. Turner introduce un giro inesperado en las consecuencias del canibalismo para nuestro LORE: el virus caníbal. Ella intenta advertir del comportamiento anómalo de los guerrilleros, trata de encajar los síntomas dentro de un marco comprensible, y plantea, sin que nadie le haga mucho caso, la hipótesis de una alteración mental adquirida en un infierno caníbal.
Pero, ¿que es exactamente lo que vemos en pantalla? ¿Un caníbal infectado… o un zombi? ¿Un zombi es un caníbal? En fin, este cajón de sastre Zombi vs Caníbal lo vamos a dejar para otra ocasión.
Volvamos al film de Antonio Margheriti, que me ha parecido que tiene más chicha antropológica y menos marinado en serie Z, para darle más variedad al asunto.
La premisa es fantástica: unos soldados estadounidenses regresan de Vietnam profundamente alterados (por decirlo suavemente) y, además de traumas, traen consigo ciertos hábitos adquiridos en la selva. Entre ellos, por supuesto, uno muy nutritivo y poco legal.
Lo que sigue es un descenso espectacular hacia el infierno urbano de los 70: helicópteros, cemento, sudor, traumas de guerra y, en medio, tipos que ya no saben si son hombres o estómagos con piernas. Si Las mujeres caníbales abría esta saga entre risas y Caníbal Feroz nos metía en la selva hasta la médula, Apocalipsis Caníbal es lo que pasa cuando los mitos vuelven del campo con PTSD y hambre de carne local después de haber mirado demasiado tiempo al abismo.
La tesis, sin decirlo, es brutal: el canibalismo es el souvenir de la guerra. Trata de cómo lo que América exportó en forma de calibre gordo, regresa como virus. Una secuela psicosomática, una metáfora gore de lo que pasa cuando la máquina bélica occidental regresa a casa y no encuentra su sitio en la parrillada del domingo. Los veteranos de Apocalipsis Caníbal no son monstruos por naturaleza: son productos defectuosos del sistema que los envió a devorar al mundo y no supo reciclarlos. La idea de que lo salvaje no es geografía sino trauma. El canibalismo ya no necesita tambores ni taparrabos. Necesita sólo una guerra, una buena dosis de alienación, y una sociedad que no sabe qué hacer con sus monstruos de vuelta.
El Cannibal Apocalypse transcurre en ese territorio borroso entre el cine de infectados, el thriller postbélico y el terror biológico. Y no hablamos de una metáfora. Hablamos de una transmisión vírica que se contagia por mordedura. Es el canibalismo como alteración mental según el diagnóstico que la misma película te ofrece.
Además, esta peli nos regala algo muy especial para nuestro artículo: un momento de alarma mediática sobre el canibalismo. Las noticias lo anuncian. La ciudad entra en pánico. El caníbal vuelve a escena no como criatura mitológica, sino como vecino. El Otro ya no viene de lejos: vive al final del pasillo. Es el compañero de escuadrón que vuelve sin merendar. Maldita sea, eres tú.
En el arquetipo, tenemos al soldado-antropófago, una figura que lleva la guerra dentro y la proyecta hacia fuera como hambre, como virus, como disonancia moral. Ya no se trata de devorar al Otro. Se trata de que el Otro se ha metido dentro y no hay antibiótico para sacarlo.
Y aquí también emerge una lectura política jugosa: el canibalismo como metáfora del retorno de lo reprimido. Lo que América trató de ocultar en Vietnam vuelve a casa con uniforme, con cicatrices y con hambre. Esta película es un grito sucio contra la incapacidad de Occidente para digerir sus propias guerras. Caníbal Apocalipsis no explica nada: lo muestra. Lo exhibe en un producto lleno de metáforas encharcadas en el espejo urbano del mito: ya no miramos a Papúa, ahora miramos al metro de la línea 3. Y eso, lector, da más miedo que cualquier tam-tam tropical a miles de kilómetros de distancia.
9. HASTA LOS HUESOS: BONES AND ALL (2022)

La genética del hambre
Esta peli entra a nuestro LORE antropológico como un caso de canibalismo romantizado, íntimo y genético, donde los protagonistas son una especie de “mutantes gourmet” que heredan la pulsión de devorar personas como si fuera una tara biológica. En este sentido, Hasta los huesos no nos habla de lo que somos, sino de lo que tememos ser: criaturas movidas por un deseo oscuro, irracional y trágicamente inevitable, ese miedo de sacar nuestro «yo interno», aquel con el que hablamos cuando estamos a oscuras. O… espera, estoy suponiendo que esto es así en todas las personas, no estoy sólo en esto, ¿verdad?. En otras palabras: el canibalismo como metáfora del deseo incontrolable está más cerca de Drácula que de Atapuerca.
Con esta premisa, la peli da un volantazo a toda la narrativa clásica del cine caníbal y nos mete en el carril lento y doloroso de los road trips existenciales. Que, por cierto, me flipan. El trabajo de campo antropológico también va mucho de eso, aunque no sé si de manera consciente.

La historia sigue a Maren, una adolescente que, tras un pequeño incidente digestivo con una amiga (digamos que demasiado íntimo), se ve obligada a huir. Descubre que no está sola: hay otros como ella. Gente con un “apetito» particular. A lo largo del viaje, entre gasolineras, moteles y campos infinitos, Maren intenta averiguar si eso que la habita es una enfermedad, una maldición o simplemente… una forma de estar en el mundo. Y sí: se enamora. Porque todo en esta peli es dulce y violento al mismo tiempo. El amor aquí es complicidad entre depredadores. Un pacto tácito de no juzgar mientras el cuerpo del otro sigue oliendo a un oscuro pánico.
En nuestro mapa simbólico del canibalismo, Bones and All ocupa un lugar único. Es el punto donde la carne deja de ser ritual o espectáculo y se vuelve la herencia genética del impulso irrefrenable. Pero ojo: lo que en la peli se plantea como un “gen caníbal” heredado, no tiene respaldo científico. Desde el punto de vista biológico, sí hay registros de canibalismo en Homo sapiens, pero no existe ninguna evidencia de que se trate de una predisposición genética ineludible. Al contrario, los estudios muestran que el canibalismo es una práctica cultural, socialmente aprendida y contextualmente situada. De hecho, el consumo de carne humana puede implicar riesgos biológicos, como la transmisión de enfermedades priónicas (ej.: el kuru en Papúa Nueva Guinea), lo que ha llevado a muchos grupos humanos a evitarlo activamente salvo en situaciones muy concretas.
Autoras como Eugenia Ramírez Goicoechea lo explican muy bien: la evolución humana solo se entiende desde una perspectiva biopsicosociocultural [13].
El canibalismo no se determina por un gen, como si nos condujese de facto al espejo de una realidad social, sino que es el resultado de un entramado de relaciones complejas entre genética, ambiente, cultura y circunstancias sociales. Mientras que la biología y los estudios sobre agresividad y comportamiento social pueden proporcionar algunas pistas sobre cómo ciertos factores biológicos podrían influir en el comportamiento caníbal (en ocasiones estudiando anormalidades cerebrales que exploran correlaciones entre estructuras cerebrales y comportamiento violento [14]), no existe un «gen del canibalismo» identificado como tal, que opere de una manera tan magnífica. No se puede hilar tan fino.
Esto se ve claro con un ejemplo mental sencillo: si crías a bebés de un grupo caníbal en una sociedad sin canibalismo, no desarrollarán ese comportamiento. Y si haces lo contrario, probablemente lo adopten. No hay ADN que explique esto desde una relación de causa-efecto directa. Lo que hay es narrativa, transmisión cultural, contexto social.
El canibalismo tribal suele vincularse a cohesión grupal e identidad [15], a rituales, presión ecológica, hambre, religión, tradición, o como elemento disuasorio contra enemigos potenciales. Comer al enemigo por respeto, o al difunto para mantenerlo dentro del grupo, son decisiones cargadas de simbolismo, no respuestas automáticas a un gen hambriento. En resumen: el canibalismo no es un reflejo automático de lo biológico, sino un espejo de lo cultural. Somos animales, pero animales culturales sometidos a una inmensa diversidad de reglas que se entienden de manera independiente en cada contexto.
Desde una perspectiva clínica, el canibalismo individual podría entenderse como un síntoma dentro de un trastorno mental severo, aunque el canibalismo per se no está clasificado como un trastorno psiquiátrico independiente en manuales como el DSM-5 o el CIE-11. Sin embargo, puede aparecer como comportamiento dentro de: Trastornos psicóticos, Trastornos de personalidad extremos, Parafilias raras, o Psicopatía.

Y si miramos hacia atrás, los fósiles nos cuentan cosas jugosas. Por ejemplo, en la cueva de Gough’s Cave (Inglaterra), de hace unos 14.700 años [16], hay pruebas claras de desmembramiento y consumo de carne humana. En Maszycka Cave (Polonia), datada hace unos 18.000 años [17], el 68% de los huesos tenían marcas de corte. En Herxheim (Alemania), hace 7.000 años [18], se encontraron más de 1.000 personas descuartizadas —incluyendo niños y fetos— en lo que parece un ritual caníbal masivo. Y en Charterhouse Warren (Inglaterra), hace unos 4.000 años [19], aparecieron más de 3.000 fragmentos humanos con signos de violencia extrema y consumo. Sí, el pasado europeo también tiene chicha.
Estos casos ilustran que el canibalismo en Homo sapiens —no solo en otras especies de homínidos como el Homo antecessor en Atapuerca [20]—pudo haber tenido múltiples motivaciones: hambre, guerra, política, rito, presión ecológica o violencia simbólica como la deshumanización. La diversidad de formas de canibalismo en la prehistoria, también ejemplifica bien la debilidad del argumento gendeterminista.
Volviendo a Bones and All, esta peli no destaca por lo que afirma, sino por lo que fantasea. Porque no habla realmente de comer carne humana, sino de ese deseo inconfesable que te hace diferente, excluible, inadaptado. Y en ese sentido, sí: es heredado. Pero no por biología, sino por reproducción social.
Este largometraje es la mutación contemporánea del canibalismo. Ya no hay selva ni altar. Hay parking de supermercado, auriculares y autostop. Ya no se representa al Otro. Se vive la otredad desde dentro. El caníbal ya no es tribal ni exótico. Es tú, yo, tu vecina, tu crush, tu gymbro, tu streamer favorito.
Bones and All es un susurro sangriento que pone nervioso a todo el sistema simbólico que hemos construido hasta ahora. Porque si comer al Otro era la forma suprema de marcar la diferencia… ¿Qué pasa cuando ese Otro es tu prima la de Cuenca?
En resumen: esta peli es delicada, incómoda, triste y preciosa. Y su gran aportación a nuestro menú no está en su estética indie ni en su banda sonora nostálgica, sino en la pregunta que lanza como un cuchillo bajo la mesa:
¿Y si el deseo de devorar fuera lo único que realmente heredamos?
Esto se acaba amigos y amigas, vamos con la última.
10 ¡VIVEN! / LA SOCIEDAD DE LA NIEVE (1993 / 2022)


El último bocado
Si el cine caníbal suele venir envuelto en tambores tribales, cuerpos pintados y junglas sudorosas, ¡Viven! y La sociedad de la nieve son justo lo contrario. Aquí todo es blanco. Silencio. Desolación. Nieve hasta en el alma. No hay ritual. No hay exotismo. No hay soundtrack de percusiones primitivas. Solo hambre. Y cuando ya no queda nada… comer al amigo.
Basadas en hechos reales (sí, reales), ambas películas relatan el caso del vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya, que se estrelló en los Andes en 1972 con un equipo de rugby a bordo. Pasaron más de dos meses aislados, sin comida, sin ayuda. Cuando no quedó nada… comieron a sus compañeros muertos. Y lo hicieron con lucidez racional, sin misticismo. Solo la lógica brutal de la supervivencia.
En nuestro menú caníbal, estas películas son el postre helado que viene después de la sobremesa sangrienta. No hay selva: hay montaña. No hay tribu perdida: hay comunidad deportiva. No hay cámaras que filmen para Occidente: hay miradas hacia dentro. No hay trasgresión psicopática, lo que hay es la reorganización del sentido racional de la ingesta y de su estructura de significados. Es una decisión individual, no está motivada por presión ecológica, religión, identidad o determinismo genético.
En ¡Viven!, la película original, la tensión no se resuelve con violencia gore, sino con cuchillos hechos de escombros y dilemas morales afilados. En La sociedad de la nieve, la adaptación de Bayona, todo es aún más íntimo. Más doloroso. El cuerpo del Otro se convierte en alimento… y también en memoria, en culpa, en ritual laico sin altar.
Eso sí, el proceso es gradual. Algunos comienzan por las partes menos antropomorfas, las que menos recuerdan a un ser humano. Se empieza comiendo músculo, no rostro. Se avanza por supervivencia, no por deseo. Pero, cuidado: esto también es canibalismo. Porque el canibalismo no es solo tambores, sexo o fantasía pulp. También es un grupo de humanos reducidos a su necesidad circunstancial: sobrevivir.
Y aquí, de nuevo, aparece la pregunta del millón: ¿somos caníbales por naturaleza? ¿Llevamos dentro una pulsión que se activa en cuanto cae la civilización? Pues aquí se refleja otro ejemplo más de la complejidad de los seres humanos y su conducta, y de cómo en las decisiones se incorporan elementos morales diversos que evidencian flexibilidad en términos culturales, y no unidireccionalidad. En este caso, no todos estuvieron de acuerdo con comerse a sus amigos. Algunos prefirieron poner diferentes límites, e incluso morir sin catar al prójimo.
Y es por eso que ¡Viven! y La sociedad de la nieve cierran este artículo como una última cucharada de humanidad. Porque, al final, no hablamos de caníbales. Hablamos de nosotros mismos cuando ya no queda nada. De cómo decidimos cortar un cuerpo. De cómo decidimos vivir. Y de cómo sobrevivir, a veces, exige tragarse más que carne.
EPÍLOGO
Nosotros, los que comemos
Hemos llegado al final de este viaje por la selva simbólica del canibalismo, y si algo queda claro, es que en cada uno de estos 10 mordiscos se esconde una pregunta sobre lo que somos. Pues somos una especie compleja. Cocinamos lo que amamos. Nombramos lo que tememos. El cine, con su sangre falsa y sus guiones imposibles, nos ha ofrecido una excusa perfecta para mirar lo que casi nunca queremos ver: nuestra hambre de sentido, de control, de otredad.
Porque el canibalismo, más allá de lo gore o lo exótico, es un lugar donde biología y cultura se entrecruzan. Es el punto exacto en el que el cuerpo humano deja de ser solo organismo para convertirse en signo, en límite, en espejo. A veces es rito, a veces es necesidad, a veces es pura metáfora. Pero siempre nos habla.
Lo fascinante es que ninguna otra especie necesita justificar tanto lo que come. Solo nosotros convertimos en historia lo que llevamos a la boca. Y esa capacidad de ritualizar la supervivencia, de convertir el hambre en relato, es lo que más nos define como humanos.
Así que gracias por quedarte hasta el final.
Espero que no te hayas marchado con hambre. Nos vemos en el próximo ritual.
BIBLIOGRAFÍA
[2] Actividad Antropológica. (2021, septiembre 22). Comida, sexo y sentimientos [Conferencia]. https://actividadantropologica.com/2021/09/22/comida-sexo-y-sentimientos-conferencia/
[3] Van Gennep, A. (1960). The rites of passage (M. B. Vizedom & G. L. Caffee, Trans.). Chicago: University of Chicago Press. (Original work published 1909)
[6] Harner, M. (1977). The ecological basis for Aztec sacrifice. American Ethnologist, 4(1), 117–135.
[7] Lévi-Strauss, C. (1978). Lo crudo y lo cocido. Revista de la Universidad Nacional (1944-1992).
[9], [10] López García, J. (s.f.). Etnografías y teorías de alimentación y cultura [Manuscrito no publicado].
[11] Fischler, C. (1995). El (h)omnívoro: El gusto, la cocina y el cuerpo. Barcelona: Anagrama.
(Título original: L’Homnivore, 1990)
[12] Montaigne, M. (1580). De los caníbales. En Ensayos (Libro I, Capítulo XXXI). Editorial Losada.
[14] Raine, A., Meloy, J. R., Bihrle, S., Stoddard, J., LaCasse, L., & Buchsbaum, M. S. (1997). Brain abnormalities in murderers indicated by positron emission tomography. Biological Psychiatry, 42(6), 495–508.
[14] Yang, Y., Raine, A., Narr, K. L., Colletti, P., & Toga, A. W. (2009). Prefrontal structural and functional brain imaging findings in antisocial, violent, and psychopathic individuals: A meta-analysis. Psychiatry Research: Neuroimaging, 174(2), 81–88.
[15] Cayón, L. (2012). Gente que come gente: a propósito del canibalismo, la caza y la guerra en la Amazonía. Maguaré, 26(2), 19-49.
[16] Brown, K., & Wood, A. (2015). Human cannibalism in the Upper Paleolithic of Gough’s Cave, Somerset, England. Proceedings of the Prehistoric Society, 81(2), 235–256.
[17] Marginedas, F., Saladié, P., Połtowicz-Bobak, M., Terberger, T., Bobak, D., & Rodríguez-Hidalgo, A. (2025). New insights of cultural cannibalism amongst Magdalenian groups at Maszycka Cave, Poland. Scientific Reports, 15(1), 86093.
[18] Boulestin, B., Zeeb-Lanz, A., Jeunesse, C., Haack, F., Arbogast, R.-M., & Denaire, A. (2009). Mass cannibalism in the Linear Pottery Culture at Herxheim (Palatinate, Germany). Antiquity, 83(322), 968–982.
[19] Schulting, R. J., Fernández-Crespo, T., Ordoño, J., Brock, F., Kellow, A., Snoeck, C., Cartwright, I. R., & Walker, D. (2024). ‘The darker angels of our nature’: Early Bronze Age butchered human remains from Charterhouse Warren, Somerset, UK. Antiquity, 99(403), 101–117.
[20] Bermúdez de Castro, J. M., Arsuaga, J. L., Carbonell, E., Rosas, A., Martínez, I., & Mosquera, M. (1997). A hominid from the lower Pleistocene of Atapuerca, Spain: Possible ancestor to Neandertals and modern humans. Science, 276(5317), 1392–1395.
[21] https://www.youtube.com/watch?v=KUQ_8wl93HM&t=1033s&ab_channel=ArchivoAntropolog%C3%ADaVisual
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Hola.
En el artículo se habla del canibalismo como una práctica que ha sido vista tanto desde una perspectiva cultural como biológica. ¿Crees que el canibalismo es realmente una necesidad humana en situaciones extremas, o es más bien un fenómeno cultural que depende de las creencias y circunstancias de cada sociedad?
Saludos
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¡Hola!
Muchas gracias por tu lectura y por lanzar una pregunta tan sugerente. En el artículo precisamente juego con esa tensión: ¿el canibalismo es una respuesta biológica inevitable o una práctica cultural codificada?
Desde una perspectiva antropológica, la respuesta no es dicotómica, sino compleja: el canibalismo puede ser ambas cosas, dependiendo del contexto. En situaciones extremas (como en ¡Viven! o en episodios documentados de hambruna), sí puede aparecer como una necesidad fisiológica de supervivencia, sin que exista una estructura simbólica detrás: se come para no morir. Ahí Marvin Harris lo interpreta desde el materialismo cultural: bueno para comer.
Pero en muchos otros casos —como en rituales Tupinambá, o en ciertos contextos fúnebres o guerreros— el canibalismo tiene una función simbólica, relacional o espiritual. Es decir, no se hace porque falte comida, sino porque hay un código que da sentido a esa acción. Ahí es cuando entra Lévi-Strauss: bueno para pensar.
Mi conclusión en el artículo, como seguramente leíste, no va tanto de decidir si el canibalismo “es o no es” una necesidad humana, sino de mostrar que la forma en que lo imaginamos, lo representamos y lo narramos dice mucho sobre nuestra mirada. El cine, en ese sentido, es brutalmente honesto: proyecta nuestros miedos, nuestros deseos y nuestras contradicciones sobre el cuerpo del Otro… o sobre el nuestro.
Así que diría que el canibalismo no es exclusivamente ni una necesidad biológica ni una construcción cultural: es un punto de cruce entre ambas dimensiones, como casi todo en la condición humana. Y esa ambigüedad es, precisamente, lo que lo hace tan potente como objeto de análisis.
Saludos!!
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